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23. Ustedes, que aman al Señor, aborrecen el mal

Lo escuché el 17 de Siván, 2 de junio de 1931

En el versículo: “Los que amáis al Señor, abo­rreced el mal; Él preserva las almas de Sus santos, Él las ha liberado del poder de los malvados”, se interpreta que no es suficiente amar al Creador y desear ser recompensado con la adhesión a Él, sino que uno también debe aborrecer el mal.

El aborrecer el mal se explica como el odio al mal, denominado “el deseo de recibir”. Y uno ve que no tiene forma de liberarse de él, y al mismo tiempo, rehúsa aceptar esa situación. Y uno siente las pérdidas que le ocasiona el mal, y también ve cuál es la verdad, comprueba que no puede anular esa maldad por sí mismo, debido a que se trata de una fuerza natural que nos llega del Creador, que dejó impreso el deseo de reci­bir en la persona.

El verso nos dice qué podemos hacer, esto es, aborrecer el mal. Y de esta forma el Creador lo guardará del mal, tal como está escrito: “Él preserva las almas de Sus santos”. ¿Qué quiere decir preservar? “Él las ha liberado del poder de los malvados”. En ese estado uno ya puede con­siderarse afortunado, pues ya tiene cierto grado de contacto con el Creador, por más pequeño que uno sea.

De hecho, en lo referente al mal, este le sirve a uno como Ajoraim (parte posterior) del Part­zuf. Pero esto es sólo como resultado de su co­rrección: mediante un sincero desprecio por este mal, este es corregido y asume una forma de Ajo­raim. El aborrecimiento aparece debido a que si uno desea lograr adherirse al Creador, y se com­porta de acuerdo a la costumbre que existe entre los amigos, es decir, que si dos personas llegan a descubrir que cada una aborrece lo mismo que su amigo, y a la vez ama lo mismo que su ami­go ama, entonces alcanzan una unión perpetua, como una estaca que no se derrumbará jamás.

Por lo tanto, ya que el Creador ama otorgar, los inferiores también deben acostumbrarse sólo a desear otorgar. El Creador, además, detesta ser un receptor, pues Él es absolutamente pleno y no carece de nada. Por ende, el hombre también debe detestar lo relativo a la recepción para be­neficio propio.

De todo lo anterior resulta que uno debe des­preciar de manera profunda el deseo de recibir, pues todos los desastres del mundo surgen sólo del deseo de recibir. Y al aborrecerlo, uno lo co­rrige y se rinde ante la Kedushá (Santidad).

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