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16. ¿Qué significan “El día del Señor” y “La noche del Señor”, en el trabajo?

Lo escuché en 1941, en Jerusalén


Respecto al versículo “¡Ay de quienes, desean el día del Señor! ¿Para qué desean el día del Señor? Este es oscuridad, y no Luz” (Amos 5:18) los sabios dijeron: existe una parábola acerca de un gallo y un murciélago que se encontraban aguardando la luz. El gallo le dijo al murciélago: ‘Yo aguardo la luz, pues la luz me pertenece; en cambio tú, ¿qué necesidad tienes de ella?’” (Sanedrín 98,2). La interpretación es que, puesto que el murciélago no tiene ojos para ver, ¿qué es lo que gana con la luz del sol? Es más, para quien no tiene ojos, la luz del sol únicamente aumenta la oscuridad.

Debemos comprender esta parábola, es decir, en qué manera los ojos están relacionados con la capacidad de mirar la Luz de Dios, que el texto llama “el día del Señor”. Ese es el sentido con el que fue escrita la parábola del murciélago, que aquel carente de ojos permanece en la oscuridad.

También debemos entender qué es “el día del Señor” y qué es “la noche del Señor”, y cuál es la diferencia entre ambos. Nosotros distinguimos el día de los humanos por el amanecer, pero el “día del Señor”, ¿cómo lo identificamos?

La respuesta es: con la aparición del sol. En otras palabras, cuando el sol brilla sobre la tierra, lo llamamos “día”. Y cuando el sol no brilla, lo denominamos “oscuridad”. Pasa lo mismo con el Creador. El día se llama “revelación” y la oscuridad se llama “ocultamiento de Su Rostro”.

Esto significa que cuando hay revelación del Rostro, cuando es tan claro para la persona así como el día, se llama “día”. Tal como dijeron nuestros sabios acerca del versículo: “El asesino se levanta con la luz, para matar al pobre y necesitado; y por la noche, actúa como un ladrón” (Talmud, Psajim 2). Y puesto que dijo, “y por la noche actúa como un ladrón”, resulta que la luz es “día”. Ahí dice que si el asunto les resulta tan claro como la luz que llega a las almas, entonces es un asesino, y es posible salvar su alma. De este modo vemos que, con respecto al día, la Guemará dice que es un asunto tan claro como el día.

Resulta que “el día del Señor” significa que La Providencia mediante la cual el Creador dirige el mundo– claramente adopta la forma de la bondad y beneficencia. Por ejemplo, cuando uno reza, su plegaria es contestada de inmediato, y recibe aquello por lo que rezó, y uno triunfa dondequiera se dirija. Esto es llamado “el día del Señor”.

No obstante, la oscuridad, que es la noche, significa la ocultación del Rostro. Esto hace que en uno surjan dudas sobre la bondad y beneficencia de la Providencia y pensamientos ajenos. Dicho de otro modo, el ocultamiento de la Providencia despierta en uno estas ideas y estos pensamientos ajenos. Esto es llamado “oscuridad” y “noche”. Es decir, uno experimenta un estado en el que siente que el mundo se le ha tornado oscuro.

De este modo se puede interpretar lo que está escrito: “¡Ay de quienes desean el día del Señor! ¿Para qué desean el día del Señor? Este es oscuridad, y no Luz”. El hecho es que aquellos que aguardan el día del Señor, están esperando que se les conceda la fe por encima de la razón, que la fe sea tan fuerte como si estuvieran viendo con sus propios ojos, con plena certeza de que es así, es decir, que el Creador dirige el mundo beneficiosamente.

En otras palabras, no quieren ver cómo el Creador dirige el mundo beneficiosamente, porque la acción es opuesta a la fe. O dicho de otro modo, la fe se encuentra precisamente donde se opone a la razón. Y cuando uno lleva a cabo algo en contra de la razón, se dice que es “fe por encima de la razón”.

Esto implica que creen que la Providencia del Creador sobre los creados es bondadosa. Y mientras no lo ven con absoluta certeza, no dicen al Creador: “Queremos ver la bondad y beneficencia visualizadas dentro de la razón”. Por el contrario, desean que permanezca en ellos como “fe por encima de la razón”.

Pero piden al Creador que les otorgue una fuerza tal, que esta fe sea tan potente como si la estuvieran viendo dentro de la razón. Es decir que no haya diferencia entre la fe y el conocimiento dentro de la razón. A esto se refieren aquellos que desean adherirse al Creador con “el día del Señor”.

En otras palabras, si lo perciben como conocimiento, entonces la Luz de Dios, llamada “Abundancia Superior”, irá a las vasijas de recepción llamadas “Kelim de Pruda” (vasijas de separación). Y ellos no desean esto, porque iría al deseo de recibir, que es opuesto a la Kedushá (Santidad), la cual se opone al deseo de recibir auto gratificación. Por el contrario, ellos desean adherirse al Creador, y esto solamente puede conseguirse mediante la equivalencia de forma.

Sin embargo, para alcanzar eso, es decir, para que uno tenga el deseo y el anhelo de unirse al Creador –sabiendo que uno nace con la naturaleza del deseo de recibir en beneficio propio– ¿cómo es posible lograr algo que es tan opuesto a la propia naturaleza? Por esta razón, uno debe realizar grandes esfuerzos hasta adquirir una segunda naturaleza, que es el deseo de otorgar.

Cuando a uno le es enviado el deseo de otorgar, es apto para recibir la Abundancia Superior y no transgredir, ya que todos los defectos vienen solo a través del deseo de recibir en beneficio propio. Dicho de otro modo, aun cuando se hace algo con el fin de otorgar, interiormente existe la idea de recibir algo a cambio de la acción de otorgamiento que en ese momento se realiza.

En resumen, uno no puede realizar nada si no espera recibir algo a cambio de ese acto. Siente que debe disfrutar, y cualquier placer que recibe para sí mismo le produce una separación de la Vida de Vidas, debido a la separación.

Esto impide que uno esté adherido al Creador, ya que la adhesión se mide con la equivalencia de forma. Por ende, no puede haber otorgamiento puro sin que se mezcle la recepción por parte de uno mismo. Por eso, para adquirir la facultad de otorgar, se necesita una segunda naturaleza, de modo que uno tenga la fuerza para alcanzar la equivalencia de forma.

Dicho de otra manera, el Creador es el Otorgante y no recibe nada, pues Él no carece de nada. Esto significa que cuando Él otorga, no se debe a una carencia, ya que solo si Él no tuviera a quien otorgar, sentiría esto como una carencia.

En lugar de eso, debemos percibirlo como un juego. Es decir, que el hecho que Él quiere dar, no significa que necesite algo; sino que todo esto es una especie de juego. Es parecido a lo que dijeron nuestros sabios respecto a la ama de casa: “Ella preguntó: ‘¿Qué hace el Creador después de haber creado al mundo?’”  La respuesta fue: “Se sienta, y juega con una ballena”, pues está escrito: “Allá van los barcos del mar, y el Leviatán (el monstruo marino) que Tú has creado para entretenimiento” (Avodá Zará –Adoración de Ídolos– p. 3).

El Leviatán hace referencia a la adhesión y a la conexión (tal como está escrito, “de acuerdo con cada espacio, con guirnaldas de flores”). Esto quiere decir que el propósito, que es la conexión del Creador con los creados, es solo un juego; no se trata de una cuestión de deseo o necesidad.

La diferencia entre un juego y un deseo es que todo lo que proviene del deseo es una necesidad. Si uno no obtiene lo que desea, siente carencia de eso. En cambio, en un juego, aunque uno no obtenga ese algo, no se considera una carencia, tal como se dice: “no es tan grave que no haya obtenido lo que pensaba, porque no es tan importante”. Esto se debe a que el deseo que tenía por ese algo, era solamente lúdico, y no serio.

Entonces, todo el propósito consiste en que el trabajo de uno sea por completo en otorgamiento, y que no tenga un deseo o anhelo de recibir placer a cambio de su trabajo.

Este es un grado elevado, pues está implementado en el Creador. Y se le llama “el día del Señor”, que “el día del Señor” se considera plenitud, como está escrito: “Oscurecerán las estrellas de su alba; esperarán la Luz y no habrá”. La Luz es considerada plenitud.

Cuando uno adquiere la segunda naturaleza, el deseo de otorgar que el Creador concede después de la primera naturaleza –el deseo de recibir–, ya está capacitado para servirle a Él plenamente; y esto se considera “el día del Señor”.

De este modo, quien no haya obtenido la segunda naturaleza y pueda servir al Creador en forma de otorgamiento, y espere ser agraciado con la cualidad de otorgar, esto es, cuando uno ya ha invertido todas sus energías y ha hecho todo lo que estaba a su alcance para adquirir esta fuerza, entonces se considera que está aguardando el día del Señor, es decir, tener equivalencia de forma con el Creador.

Cuando el día del Señor llega, la persona se regocija enormemente. Se alegra de haber salido del dominio del deseo de recibir para sí mismo, que lo separaba del Creador. Ahora está adherido al Creador, y siente como si hubiera ascendido hasta la cima.

No obstante, ocurre lo contrario con aquel que trabaja solamente con el deseo de recibir para sí mismo. Se siente feliz solo mientras crea que obtendrá alguna recompensa a cambio. Apenas descubre que el deseo de recibir no obtendrá ninguna recompensa por su trabajo, se vuelve triste e indolente, y a veces, llega a meditar sobre el comienzo y dice: “Yo no juré sobre esto”.

Más aún, el día del Señor significa alcanzar la facultad de otorgar. Si a uno le dijeran que esta será su recompensa por observar la Torá y las Mitzvot (preceptos), diría: “Yo lo considero oscuridad, y no Luz”, pues este conocimiento le conduce a la oscuridad.

 

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